miércoles, 14 de julio de 2010

Azul y los Hijos

Este post lo vengo pensando desde hace mucho. Pero no sabía cómo encararlo. Tenía muchas críticas que se relacionaban entre sí, pero no se me ocurría cómo ensamblarlas. Es por eso que me comprometo en hacer todo lo posible por encaminar la cuestión sin irme de tema, sin enredarme y esforzándome por darle una coherencia al asunto.

Probablemente ofenda a varias personas con el post que nos concierne en el día de hoy: me importa soberanamente tres carajos, como de costumbre, pero no puedo callarme. A Azul le gusta expresarse. Sí, sí. A Azul le gusta bardear, también.

Lentamente, los seres humanos se han convertido en víctimas de las imposiciones sociales, y han dejado de lado nuestros instintos y comportamientos naturales.

No voy a hablar de cómo es en otros países, en otros continentes, ya que para eso tendría que haber vivido un largo tiempo en el exterior, y ese no es mi caso. Y un viaje de 15, 20 días o un mes, no es parámetro para juzgar o catalogar la vida de una determinada sociedad ajena a nosotros. Por eso voy a hablar de cómo es aquí, en la Argentina.

Ya hablamos oportunamente del casamiento como imposición social con todos su clichés. Pero luego de este ritual impuesto y casi exigido por muchas individuos, llega el otro: la concepción de la prole. Sí. De todas estas imposiciones sociales, tener hijos se ha convertido en una de ellas. Un acto natural tan simple como la procreación ha pasado a tener connotaciones ridículas. Hoy en día el hecho de generar una prole es en muchos casos –en muchísimos, más de los que suponemos- una imposición o exigencia social.

Para arrancar con el análisis, quiero compartir una especie de anécdota que viví hace un tiempo con una conocida mía. Sólo así podrán comprender a qué me referiré más adelante.

Dicha conocida mía, a quien llamaremos Susanita, es una chica que toda su vida fue bastante chata, predecible y poco interesante, cuya mayor aspiración siempre fue únicamente conseguir un marido con plata, tener muchos hijos, vestirlos ridículamente y llevarlos a un colegio top.

La realidad es que Susanita nunca consiguió un marido con plata, pero hace un tiempo enganchó a un pobre imbécil y lo engatusó hasta casarse de blanco, con una fiesta típica con video emotivo, ceremonia de velas y todo ese tipo de paparruchadas. Cabe destacar que mujeres como Susanita no pretenden encontrar el amor verdadero: un hombre que además de ser pareja, sea también amigo, compinche y compañero en este camino que es la vida. No. Las mujeres de esa índole buscan básicamente al boludo que algún día pueda concretar sus sueños de princesa. "Mi sueño es casarme de blanco”, y entonces su búsqueda se centra en esta cuestión banal y superflúa, y no en asuntos más profundos. Volviendo al caso puntual de Susanita, al poco tiempo del casorio de ensueño, como era de esperarse, la chica quedó felizmente preñada y tuvo al primero de su tropa de hijitos, al que llamó Lautaro. Típico en estos días que ya ningún bebito se llama ni Juan ni Pedro. Ahora todos tienen esa clase de nombre originales, fashion y cool.

Un día, Susanita llamó por teléfono y, con su voz de pito de mujer imbécil, me preguntó si íbamos a estar en casa. Su pregunta me paralizó. Sí, íbamos a estar en casa, pero no quería decírselo. Tenía miedo de que quisiese venir a visitarme con su nuevo crío. Pero no sabía qué pretexto inventar. Yo tenía que hacer miles de cosas pero en ese preciso momento no se me ocurría nada que decirle, simplemente me bloqueé y le dije que sí. Entonces ocurrió lo que yo más temía: Susanita me dijo que acudiría a visitarnos con su “Lauti”, para que “lo viéramos” (como si a mí o a mi familia –bah, voy a hablar por mí- nos importara “verlo”). Aclaro que no me gustan los bebés, no me generan nada, ningún sentimiento negativo pero tampoco positivo. Los veo y nada. Ahí están. Y yo dura, fría, estática, apática, sin que me importe tener un ser humano recién nacido en frente. Y también odiaba que le dijera "Lauti". Me sonaba a “laucha” o a algo feo.

Pero ya había cavado mi propia tumba. Susanita vendría con su cachorro y ya no había vuelta atrás. Esa tarde sería un bochorno para mí.

Susanita llegó a mi casa con su cara típica de madre primeriza orgullosa de su gordillo arrugoso. Al cabo de unos minutos de exhibirme a su pequeño bebote que era exactamente igual a todos los bebés del mundo (aunque no paraba de repetirme que: “No es igual al papá? Tiene la misma carita, mi vida!”), el pequeño monstruillo comenzó a chillar. “Mi amor, tiene hambre, mi cielo!”, dijo haciendo puchero, al tiempo que sacaba una teta abultada totalmente deforme y con el pezón muy grande y amarronado, la cual insertó en la boca del chiquillo, que empezó a chupar y a chupar. Por dentro, Azul puteaba y daba alaridos de terror. ¿Por qué carajo tenía yo que contemplar esa horrible escena con teta deforme incluida? ¿Por qué, por el amor de Adrián Dárgelos? ¿No podía haberle dado de comer antes? Qué injusticia. Estaba indignadísima.

Pero eso no fue nada. Eso fue sólo el principio de mi terrorífica pesadilla.

A los cuarenta y cinco minutos de su maquiavélico arribo, un olor nauseabundo inundó la habitación. Yo había estado prediciendo dicha situación durante todo el día, desde que colgué el teléfono. Había sucedido lo esperado, y Susanita esbozó su sonrisita más idiota, mientras agarraba su bolso gigante de plástico y estampado de ositos tiernos, y sacaba una cantidad interminable de cosas, como ser: un pañal, una mini-colchonetita con dibujos de patitos felices, un pote con forma de oso que no sé qué carajo contenía en su interior, un tarro con talco, etcétera. Entonces comenzó el temido ritual y pude comprobar de cerca, una vez más, lo horrible que somos ni bien nacemos. Yo estaba parada allí, a unos pasos de Susanita, mirando con horror cómo mi mesa de caoba negra estilo inglés se convertía en un improvisado cambiador.

- Vos hacías lo mismo, eh? – dijo, interpretando mis pensamientos a través de la mueca de horror dibujada en mi rostro.
- ¿Qué cosa? - pregunté, sin disimular la misma mueca de espanto.
- Vos también dejabas regalitos en el pañal.
- Preferiría no saberlo.

La circunstancia no me hizo ninguna gracia. De todas formas, no duró mucho. A los quince minutos Susanita ya estaba feliz, con una sonrisa idiota de satisfacción a cuestas, mientras su bebé comenzaba a dormitar entre sus brazos.

- Linda tortita, eh.
- ¿Qué? –, pregunté, casi horrorizada. No podía creer lo que me estaba diciendo…no podía creer hacia dónde quería encaminar la conversación. ¡No podía creer que fuese tan idiota!
- Linda tortita se mandó Lauti.
Otra vez ese “Lauti” irritante.
- Divina, puro glamour.
- Ay, vos siempre tan sarcástica.
- Ja.
- No te gusta, ¿no?
- ¿Qué cosa?
- Todo esto de ser madre…
- No sé, Susanita. No soy madre.
- Pero, ¿te gustaría?
- No estoy preparada.
- Está bien, pero…¿te gustaría?
¡Por Dios! ¡Qué imbécil era esta mujer!
- No.
- Jajaja!
- Jaja.
- Ya te vas a morir por tener un bebito dentro de tu pancita, sentir sus pataditas, verlo nacer.
- Me imagino.

Lo que me imaginaba era que eso no ocurriría jamás. Jamás iba a morirme por engordar 9 kilos como mínimo, llenarme de estrías, usar ropa de vieja hasta que un marciano arrugado saliera de mi cuerpo, en medio de una euforia de gritos y llantos, con un pelotudo casi al borde del desmayo filmando la terrible escena (el padre), que bien podría ser parte de la más morbosa película de terror.

- El parto. El parto es algo que nunca te podés olvidar. Es lo mejor que le puede pasar a una mujer.
- Me imagino.

Necesitaba que cerrara un poco la boca. Todos esos comentarios me deprimían.

En ese momento mi perrita, que había estado econdida debajo de mi cama en cuanto arribaron las ingratas visitas, apareció de la nada. Se ve que en cierta forma presintió que Susanita y su bebé no eran tan de temer. Asique se abalanzó sobre ella y le hizo la fiesta habitual que le hace a todas las personas. La cara de Susanita tendría que haberla filmado.

- Ay, qué linda. – dijo, haciendo una mueca de espanto. La tierna madre primeriza de Susanita detesta y siente un asco corrosivo por los perros. Una razón más para afianzar mi antipatía hacia dicho sujeto.
- Sí, tan linda como la torta que se mandó Lauti…
- Jajaja!
- Ja.

La situación me superó. O sea, yo estuve obligada a observar primero una teta amorfa, luego una torta verduzca de un alfeñique sobre la mesa de caoba negra estilo inglés de mi comedor, y ahora tenía que tolerar como Susanita miraba con asco a mi Poddle Toy con papeles. No pude soportarlo. Tenía que hacer algo para que Susanita se fuera de mi casa y todo terminara o huir yo misma despavorida hacia cualquier lugar y tirarme de un puente hacia una autopista.

Pero, afortunadamente, al poco tiempo Susanita se fue. Nunca en mi vida me había sentido tan indignada. Le abrí la puerta y volví al comedor. Me quedé sentada a la mesa, mirando un punto fijo y acariciando a mi perrita que acababa de pedirme upa. Y así me quedé, con el ceño fruncido e inmersa en mis propios pensamientos. No podía creer que yo, siendo una pendeja, estuviese preocupada por leer varios capítulos de una obra de Nietzsche para poder rendir bien un parcial de Filosofía, mientras una pelotuda venía a interrumpirme y a hablarme de tetas, de tortitas en el pañal, de patadas en la panza y de más. Flaca, ¡lo que me estás contando es algo normal, común y corriente! ¡Es simplemente una condición necesaria para que el ser humano subsista, crezca, evolucione –en algunos casos, si los padres cooperan, cosa que dudo que fuese el caso de Susanita- y finalmente muera! ¡Nada del otro mundo! ¡Por Dios!

Por lo expuesto anteriormente, que es sólo un caso más entre 150 millones, estoy en condiciones de decir que cuando una mujer socialmente normal queda embarazada por primera vez puede llegar a convertirse en un ser humano insportable. Por supuesto que no siempre, claro que no. Cuando me refiero a una embarazada o madre primeriza como “ser humano insportable” me refiero a aquellas mujeres que ven la reproducción como un juego, como “jugar a la mamá y al papá”. Porque su mayor satisfacción reside en pasearse por la vida exhibiendo la panza inflada, exigiendo asientos en el transporte público, comprando ropita del color del sexo del bebé, arreglando habitaciones con adornitos, móviles y peluches, y demás. Cuando nace el niño, la madre reciente exhibirá orgullosa sus asquerosas mamas al alimentar al bebé y le cambiará los pañales en cualquier lado, mostrándole al mundo la basofia que su pequeño alienígena acaba de expulsar analmente. ¿Por qué yo tengo que ser testigo de eso? ¿Por qué tengo que ver esa teta deformada? ¿Por qué tenés que cambiar a tu gordinflón pelado, arrugado y violáceo arriba de mi mesa? ¿POR QUÉ?

No nos engañemos. La maternidad no es un estado tierno, rodeado de ositos, patitos y cintitas bebés. Es un estado natural y normal. Tener hijos no es equivalente a tener bebés. Tener hijos es otra cosa.

Para quienes se lo preguntan, les digo que sí, yo quiero tener hijos. Pero no bebés. No deseo ser madre para mostrar mi pancita tierna y llena de estrías, ni exhibir como mi criatura se prende a mi pezón totalmente oxidado y espantoso. No. Quiero tener hijos con la conciencia de que mi bebé arrugoso en menos de dos décadas será un hombre o mujer de 18 años, y criarlo y educarlo conciente y responsablemente durante toda su vida para que, llegado a este punto, sea un ser humano inteligente e interesante con el cual conversar. Yo quisiera ser su guía en la vida, su ente educador, su respaldo y apoyo moral más allá de la tierna concepción del instinto maternal. No quiero mostrarlos vestiditos de rosa o celeste mientras cargo un bolso con estampado de ositos o patitos lleno de pañales, talco y otros elementos. No me interesa que mi hijo sea médico, abogado o arquitecto. Me interesa que sea feliz y tenga moral, que desee con todo su ser contribuir inteligentemente a la sociedad a la cual pertenece. No me importaría que mi hijo fuese un bailarín clásico homosexual. Que sea lo que quiera ser, lo que sienta que tiene que ser. Mientras no olvide el respeto para con otros seres vivos (y en este punto, no me refiero exclusivamente a los seres humanos) y ame al medio ambiente, que sea y haga lo que se le dé la gana. No voy a tener otras exigencias ni pretenciones para con su persona.

Lamentablemente, nunca faltan las familias que casi le exigen a una joven doncellita que se case por Iglesia con ceremonia tradicional, haga la típica fiesta de gala para la parentela y engendre en un breve lapso de tiempo un bebé. Y si la doncellita es una radical boluda, accederá con gusto a las pretensiones de ensueño de su familia chata, independientemente de lo que realmente sienta por dentro.

Lo que me indigna es, en muchos casos, la falta de tacto de estos especímenes cuando los bebés dejan de ser bebés. Cuando comienzan paulatinamente a convertirse en hombres y mujeres. Es ahí cuando deberían mostrar su verdadera capacidad de madres: educándolos, guiándolos, dándole directrices para la vida; infundiéndoles una moral y una ética. Incentivándolos a que conozcan el mundo (y esto no implica necesariamente viajar por el globo terráqueo), a que tengan la mente abierta, a que juzguen por ellos mismos qué está bien y qué está mal, olvidándose al menos por un instante qué opina el entorno social al respecto.

Pero, de todas las mujercitas panzudas y embarazadas, ¿cuántas son realmente capaces de esto? Tener un hijo no es darle la teta, cambiarle un pañal en público, llevarlo al jardín con una mochila con dibujitos; no es hacerle una torta decorada con Frutillitas o los Backyardingans para su cumpleaños. Tener un hijo, repito, no es tener un bebé. No es jugar a la mamá. Es comprometerse con la vida de un otro. Comprometerse con su educación. Comprometerse con el futuro de ese hombre o esa mujer. Lo cual no es poca cosa.

Más de una vez he visto familias perfectas que viven en countries cuyos niñitos o niñitas son cuidados por mucamas o niñeras una vez que han dejado de ser pintorescos, gordinflones y tiernos bebés. ¿Para eso quisieron tener hijos? ¿Para sacarse la típica foto familiar y contarle a todo el mundo que tienen una familia feliz? ¿Para putear cuando no puedan irse de vacaciones al exterior porque el presupuesto no dá y decidan depositarlos como sacos de huesos en la casa de algún pariente? ¿PARA ESO?

Honestamente, yo no sé si tengo o no tengo instinto maternal. Yo creo que sí. Sólo que mi instinto maternal es diferente del de las chicas que están en el boludismo de la ropita de La Patisserie, el jardincito fashion y los juguetes didácticos de Fisher Price.

Dejo que el lector opine lo que quiera. Y me putee si así lo desea. Mi opinión, como podrá deducir, no será modificada.