sábado, 24 de octubre de 2009

Azul y los Hippies

Hoy hablaremos de un personaje ya clásico entre las tribus urbanas de las últimas décadas: el hippie. Sin embargo, no hablaremos del hippie tradicional propio de la década del 60 o del 70. Nos olvidaremos por un instante de la liberación sexual y el free love; del Flower Power, de la psicodelia propia del consumo de alucinógenos, de la vida naturista y orgánica, y del Love & Peace. Nos avocaremos en esta oportunidad a una mutación que el hippie ha sufrido en los últimos años. Nos referiremos básicamente al hippie argentino de los 90, que perdura con total impunidad en la actualidad, a pesar de estar ya bien entrados en el siglo XXI.

El hippie argentino noventoso ha sabido mimetizarse con infinidades de otras tribus urbanas: hemos podido ver, además de los ya clásicos hippies artesanos con puestos en ferias - típicos de los 80 -, otras ramificaciones tales como hippies rolingas, hippies metaleros, hippies folklóricos, hippies jazzeros, hippies amantes de la salsa y el merengue, hippies que comen asado, hippies consumistas, hippies que escuchan la FM Hit, e incluso yo he llegado a toparme con hippies ravers, alejándose radicalmente del hippismo militado por John Lennon y Yoko Ono en épocas de Woodstock.

Todos ellos, independientemente de su variedad, comparten una serie de características comunes, a saber:

* Su vestimenta siempre se compone por las siguientes prendas: ojotas, sandalias o zapatillas de lona, por lo general blancas, beigh o amarillo patito, marca Topper, John Foos o Converse All Star, para los más fashionistas. Pantalón bali o babuchas, en el caso de las damas. Camisolas lisas o estampadas (en ambos sexos) y sacos tejidos de todos los colores o bien sweaters de lana de alpaca, en tonos tierra o, en menor medidas, grises. Infaltables las bandoleras o mochilas tejidas con dibujitos de Coyas, ranchos o camélidos sudamericanos, las rastas (que pueden ser en toda la cabeza o únicamente en algunos mechones), las barbas mullidas (en el bando masculino) y los collares y pulseras artesanales elaborados con semillas de la Pacha Mama.

* La ocupación del hippie suele ser la siguiente: los que se han decidido por los estudios terciarios o universitarios, por lo general estudiarán carreras tales como Bellas Artes, Filosofía, Historia, Letras o Antropología. Los que trabajan, serán artesanos en ferias callejeras en las cuales expondrán su cachivaches como bijouterie (elaborada con semillas, plata o alpaca), hadas y duendes hechos en cerámica o porcelana fría; jabones, velas o sahumerios artesanales; tejidos, adornos decorados con venecitas, entre otros artículos varios. Otros hippies, los más extrovertidos, serán acróbatas en plazas o semáforos, donde exhibirán sus hazañas circenses, tales como jueguitos con el diábolo, o con esos dos palos que se prenden fuego en las puntas y con los que hacen malabares; malabarismo clásico con bolas de pelotero o pinos de bowling, teatro callejero, acrobacias sobre redes mientras bambolean sus cuerpos colgados de sogas de tela, caminatas en zancos y otras estupideces. Otros hippies optarán por tocar la guitarra y cantar en el tren o en estaciones de subte, donde luego del desafinado concierto pasarán su gorra polvorienta entre los pasajeros.

* Los hippies no suelen ser muy originales a la hora de elegir sus destinos vacacionales. No me pregunten cómo, pero el hippie siempre llega al verano con la cantidad necesaria de dinero para huir de la ciudad como mínimo dos meses. Entiendo que esto no es tan complicado cuando uno tiene decidido dormir en carpa todas las noches así lluevan perros y gatos, bañarse una vez por semana en un río o alimentarse gracias a la recolección de frutos silvestres. Aún así no deja de sorprenderme, ya que el hippie no veranea en Chapadmalal sino en sitios donde es relativamente caro acceder, como Capilla del Monte, El Bolsón, el Noroeste Argentino, Bolivia y Perú (donde por supuesto irán a experimentar momentos energéticos a su meca: el Machu Picchu), la Selva Amazónica (los más arriesgados), entre otros lugares nauseabundamente hippies. Una vez en destino, el hippie tiene prácticamente un único objetivo, además de vivir las 24 horas del día sucio y fumando marihuana: conocer gente (por lo general, otros hippies de cualquiera de las ramas), para extender así su grupo de pertenencia, hacer un fogón multitudinario y cantar a viva voz temas zurdos de los años 70, o bien los temas compuestos por Juan Ponce de León para Verano del 98, mientras fuman hierbas de dudosa procedencia o consumen cucumelo en cantidades industriales.

Para ser sincera, debo confesar que, si bien no tengo afinidad con ninguna clase de hippie, estos en general no alteran el ritmo normal de mi existencia. Puedo convivir con ellos sin mayores inconvenientes. Simplemente los ignoro, me olvido de que existen y mi vida sigue su curso sin sobresaltos de importancia.

Sin embargo, hay una clase de hippie que realmente despierta mi ira, una rabia abismal dentro de mí y que me genera un instinto asesino difícil de controlar: los hippies fallutos. Tal vez por mi mala costumbre de generalizar y asociar a todos los hippies noventosos con los fallutos es que entro en pánico y experimento un nerviosismo exacerbado cada vez que me cruzo con un simple extraño de pelo largo con olor a pata y a jabón rancio que porta un morral ecuatoriano. Reconozco que en este punto el defecto es mío, pero de todas formas no lo puedo evitar.
No puedo soportar, por ejemplo, a un hippie sanisidrense. Es más fuerte que yo. Veo un hippie paseándose por San Isidro y el lado satánico de mi personalidad emerge con furia cual lava de un volcán en erupción. No los puedo digerir. Quiero destruirlos. Sucede que me molesta, y además me preocupa, su falta total y radical de criterio en la vida. No puedo entender cómo alguien que fue toda su vida al Colegio Carmen Arriola de Marín, al Saint Trinnean’s o similar, cuyo padre es un importante empresario que posee un Alfa Romeo o un Mercedes Bénz, que vive en una mansión en el Bajo de San Isidro y que ha veraneado en Pinamar o Punta del Este durante toda su niñez o adolescencia – entre otras cosas - haya podido convertirse en un hippie ortodoxo y se autoproclame a sí mismo y orgullosamente como tal. Me molesta ver a un hippie con una campera de John L. Cook, así ésta sea del año del re pedo. Me rompe soberanamente las pelotas un hippie que habla de Socialismo y del Che Guevara con una papa en la boca, cual rugbier del CASI o del SIC. Simplemente me saca. Me desquicia. Me da ganas de empuñar ferozmente un facón y extraer sus entrañas lentamente.

No sé si viene al caso, pero quisiera compartir una anécdota que protagonicé hace algún tiempo:

Hace un par de años me fui de vacaciones con unas amigas a Córdoba, puntualmente al Valle de Punilla, donde por supuesto visitamos una de las tantas mecas hippies sudamericanas: Capilla del Monte. Fue en esta pequeña localidad serrana donde ocurrió lo que os voy a relatar.
Mi mente anárquica es claramente NO compatible con el modus vivendi del hippie argentino noventoso. Es por eso que nos une una larga e importante enemistad desde la cuna.
Estábamos sentadas en la estación de micros decidiendo dónde dormiríamos esa noche, cuando un grupo de hippies sucios y tal vez sanisidrenses (aunque esto no puedo afirmarlo con total seguridad) colocaron sus bolsos, sacos y demás porquerías apestosas al lado nuestro y comenzaron con unos de sus rituales hippies característicos de los 90: llamar la atención. Los hippies tomaban mate, y nos miraban (porque nosotras también estábamos tomando mate); los hippies se armaban un cigarrillo de flores de amapola prensadas, y nos miraban (porque veían que nosotras también teníamos caras de fumonas, aunque en realidad éstas caras correspondían al cansancio de haber estado deambulando sin rumbo fijo por las sierras desde hacía unos cuantos días más que al consumo de estupefacientes de origen vegetal); los hippies tocaban su charango y cantaban, y nos miraban (en este punto, no me preguntan por qué). La cuestión es que mientras hacían sus monerías típicas del palo, los hippies ya estaban urdiendo su demoníaco plan: hacerse amigos. Luego de unos 45 minutos, lo que yo más temía sucedió: el hippie más mugroso y con menos neuronas de todos, se acercó hacia nuestra ubicación, riéndose como quien ha fumado faso desde el vientre materno y, con su voz de persona con severas dificultades mentales, y sin vacilar, dijo: “holaaa, chicaaasss…quieren venir a una fiesta hoy a la nocheee???”, mientras hilos de baba espesa escapaban por las comisuras de sus labios. Mi mirada fue fulminante y cargada de ira, rabia y fascismo. Lo miré con intención inquisidora por varios segundos. Durante un buen rato, nuestras miradas se sostuvieron larga y tendidamente hasta que, por fin, decidí retrucarle la invitación con una respuesta firme, clara y asesina: “por qué no te vas a la puta que te parió, hippie del orto…”. No sé por qué tuve el impulso de tirarle esa frase descolgada que no tenía nada que ver con nada. Me salió del alma. Venía resonando en mi cabeza desde que los mugrosos se me cruzaron, y simplemente se la escupí. Así nomás. Tenía que decírselo: tenía que mandarlo a la puta madre que lo parió. Por supuesto que ante mi respuesta todos los hippies reaccionaron riendo bobamente y barbullando frases casi inentendibles, como ser: “aaahhh, pero que orteeevaaa…tomátelaaa…relajaaateee”. Automáticamente, abrí mi bolso para sacar una manopla de hierro o bien una navaja con el objetivo de romper o cortar sus rostros hippies en 107 pedazos. Mis amigas me detuvieron y es por eso que hoy estoy aquí cómodamente en mi hogar y no en el pabellón de máxima seguridad del penal de Ezeiza jugando al póker con otras presidiarias.

Para concluir, quiero aclarar una vez más que efectivamente me hago cargo de mi enfermedad mental y de mi tendencia maquiavélica a la generalización, la cual resultó en este odio atroz hacia los hippies. Y por supuesto, y como buena autocrítica, reconozco mi necesidad urgente de someterme a una terapia intensiva para tratar este trastorno psicótico anti-hippie que me abruma la mente desde el comienzo de mis días.

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